Dos familias
La Rosa de
Monzón
no quísose casar a su condición
pretendiéronla
dos hermanos
a cual peor.
La Rosa de Monzón…
L
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a dulce e inocente voz de Mariam cantaba despreocupada a
la puerta de su casa el comienzo del popular romance aragonés La Rosa de Monzón. Era un día de
principios del mes de junio, la primavera estaba siendo algo más fresca de lo
habitual para esa época del año en el alto Aragón. Una leve brisa, que
presagiaba tormenta, arremolinaba los espesos y ondulados cabellos de la niña y
la pequeña, mientras saltaba a la pata coja sobre el empedrado de la plaza, se
veía obligada a apartar, de cuando en cuando, los rizos que tapaban sus grandes
ojos castaños y le impedían ver dónde pisaba. Su madre, Aixa Cantarelo, la
buscaba por el interior de la casa hacía rato, hasta que comprendió dónde podía
estar su pequeña hija de seis años y salió a buscarla a la plazuela de la Iglesia.
─ ¡Mariam, Mariam!, ¿qué andas haciendo
ahí?, ¿no te he dicho que no juegues sola en la plaza? Tienes que ir a casa de
tu tía Fátima, ¡vamos, zagala!, ¿es que no ves que va a llover?, corre y tráete
todo lo que te he pedido
antes de que descargue ese nubarrón y me agarres unas fiebres.
─ Sí, madre ─resopló la pequeña
completamente acalorada y, con las mejillas arreboladas por la agitación del
juego, partió a toda velocidad a realizar el encargo.
La casa
de su tía Fátima Benjumea no distaba mucho de la suya pues el pueblo era
pequeño, sólo tenía que atravesar la placica de la Iglesia, torcer la primera
calle a la izquierda y llegar a la casa del alto paredón encalado por el que asomaban
las ramas de una frondosa higuera. La niña alzó la mano en busca del aldabón de
hierro y lo dejó caer pesadamente sobre la puerta un par de veces. Al instante,
la vieja Amina llegó arrastrando los pies cansinamente y le abrió la puerta.
─ ¿Dónde está mi tía, Amina? ─preguntó
a voz en grito Mariam apartándose con la mano, una vez más, los rizos que le
tapaban la cara.
La
vieja, por toda respuesta, agarró con sus menguadas fuerzas el brazo de la
pequeña y, tras mirar previamente a derecha y a izquierda de la calle, la
introdujo de un tirón en la casa y cerró la puerta a la mayor celeridad.
─ ¡Calla, demonio!, ¿es que tu madre no
te ha dicho que no pregones nuestros nombres en la calle? Tengo que hablar con
ella o acabarás metiéndonos en un lío con la “Santísima”. Pasa, tu tía está en
la cocina ─añadió más conciliadora mientras le recomponía a la niña la ropa
desajustada por el repentino tirón.
Como era costumbre, Mariam se descalzó,
atravesó el zaguán y llegó a la cocina donde estaba su tía. Fátima Benjumea era
una mujer robusta, de carnes prietas y mejillas sonrosadas, que aún no había cumplido los cuarenta
años. Cuando entró su sobrina, se encontraba preparando, en un gran
puchero sobre la lumbre, una alboronía, o potaje de berenjenas con comino. El
sabroso olor de la comida abrió el apetito de la pequeña que, sin pensarlo, se
frotó el estómago y se relamió los labios.
─ Mariam, ya creía que no vendrías hoy
─la recibió su tía con un beso en la mejilla─ ¿tienes hambre?, ¿sí?, toma un
poco de pan con queso, ¡zagala!, y también
un par de brevas, las he cogido esta mañana, son las primeras de junio,
¡seguro que no has desayunado!, ¿en qué estará pensando el zopenco de mi
hermano?
Fátima hablaba sin parar mientras la
niña engullía las viandas que le había ofrecido su tía. A Mariam le agradaba ir
a su casa porque en su alacena nunca faltaba la comida y Fátima siempre tenía
algo reservado para ella.
─ Tía ─le interpeló Mariam con la boca
llena aún─, ¿por qué se ha enfadado Amina conmigo?
─ Porque quiere que la llames por su
“otro” nombre.
─ ¿Su “otro” nombre? ─preguntó
sorprendida la niña.
─Sí, su “nombre de calle”, ya sabes que es Isabel, Amina es sólo su
“nombre de casa”. Recuerda que, para los extraños, ella
se llama Isabel y no debes pronunciar su “nombre de casa” en la calle, porque es secreto y nadie
más debe conocerlo ─le recalcó su tía.
─ Entonces, yo, ¿cómo debo llamarla,
Isabel o Amina?
─ Si no eres capaz de acordarte de lo
que te he dicho, debes llamarla siempre Isabel.
─ ¿Por qué tenemos todos dos nombres,
tía? ─inquirió Mariam con curiosidad.
─ Aún eres pequeña para saberlo, cuando
seas tan alta como el aldabón de la puerta te lo contaré. Ahora no te
entretengas más. ¡Toma!, un cuartillo de aceite y una libra de harina,
llévaselo a tu madre sin demora.
La pequeña Mariam tomó en sus brazos,
no sin cierto trabajo, los presentes de su tía y, algo trabada por el excesivo
peso para su edad, se dispuso a salir a la calle contenta de poder llevar algo
de comida a su madre.
La casa de Fátima Benjumea era espaciosa
y estaba bien acondicionada, tenía salida a dos calles, la puerta principal daba
a la calle de la Iglesia y la trasera a la calle del Muro. La vivienda poseía
dos plantas que giraban en torno a un amplio patio enlosado, en un extremo del
mismo había una gran higuera, en el centro un pozo y, al otro lado, una
frondosa parra proyectaba su sombra sobre la cal de los muros cuando se cubría
de hojas en verano. La casa contaba, además, con un corral anejo en el que la
familia criaba gallinas y encerraba unas cuantas cabras.
Fátima era afortunada, especialmente si
se la comparaba con la mujer de su hermano, su cuñada Aixa Cantarelo, que vivía
en una vivienda más humilde en la calle San Martín y pasaba estrecheces de todo
tipo. La prosperidad de Fátima se debía al ventajoso matrimonio que había
realizado y que la había sacado de la miseria. Su marido, bautizado como
Abraham Mesa, era albéitar de profesión, un oficio que había heredado de su padre y que su familia había
mantenido por espacio de cuatro generaciones. Aunque ejercía como
veterinario la mayor parte de
las veces, los amplios conocimientos de Abraham le permitían sanar, no
sólo a las bestias sino también a las personas, y, en opinión de sus vecinos,
lo hacía bastante mejor que los médicos y físicos de los cristianos viejos,
pues no en vano, aquel albéitar había estudiado la farmacopea antigua y conocía
las propiedades curativas de cientos de plantas; este conocimiento le permitía
preparar él mismo los remedios que recetaba a su pequeña, pero fiel, clientela.
Abraham, cuyo verdadero nombre era Ibrahim b. Yaqub, poseía además una pequeña
parcela de regadío junto a la acequia de su pueblo, Albalate de Cinca. En su
huerta no faltaban las acelgas, los cardos, las borrajas y las berenjenas que
crecían junto a frutales de diversos tipos como manzanos, albaricoqueros,
perales, ciruelos y almendros. El albéitar Ibrahim formaba parte de la
comunidad de cequieros, o regantes de Albalate de Cinca, y era considerado uno
de sus miembros más expertos pues conocía a la perfección las señales del
cielo, tanto que podía pronosticar si un año sería lluvioso o seco, cálido o
frío, o si la cosecha sería abundante o escasa. Pero, sin duda, el mejor don de
Ibrahim era su espíritu laborioso, gracias al cual acometía toda clase de
tareas y trabajos que realizaba
con gran habilidad. Ibrahim había intentado pacientemente inculcar ese mismo
espíritu a sus tres hijos varones, Malik, Daúd y Musa, con la convicción de que
ésa sería la mejor herencia que podría legarles. La pequeña parcela familiar
junto al río Cinca no sería suficiente para alimentar a las tres familias que
formarían sus hijos cuando él volviese al seno del Creador.
El hijo mayor de Ibrahim se llamaba
Malik y cuando llegó el momento de bautizarlo en la iglesia del pueblo, su
padre le pidió al párroco que le impusiera el nombre de Martín. Ibrahim había
elegido este nombre a conciencia porque se trataba del santo patrón de Albalate
de Cinca, que era muy venerado por los cristianos viejos de la localidad. El 11
de noviembre todo el pueblo salía a la calle para festejar el día de san
Martín. Los cristianos viejos, que podían, mataban un cerdo y elaboraban los
embutidos que les alimentarían durante el crudo invierno. La comunidad morisca,
que seguía las leyes islámicas a escondidas, consideraba al cerdo un animal
impuro y prefería sacrificar alguna cabra o algún cordero, pero igualmente
celebraba la fiesta y hacía embutidos como las célebres ristras de salchichas
de cordero llamadas chiretas. A Ibrahim le pareció sensato que el nombre de su
primogénito fuera apreciado por los cristianos viejos de Albalate porque, de
este modo, gracias a su nombre, su hijo se ganaría el respeto de sus vecinos.
Malik creció y, tal y como se
esperaba de él, pronto demostró aptitudes para convertirse en albéitar y
ejercer con dignidad la profesión de sus antepasados. El joven estaba dotado de
una curiosidad innata y
de una inteligencia bastante despierta. Ibrahim observaba con orgullo los
progresos de Malik y daba gracias a Allah por haberle bendecido con ese hijo.
El segundo hijo que le dio Fátima a
Ibrahim se llamaba Daúd y fue bautizado con el nombre de David porque ésa era,
simplemente, la traducción de su nombre árabe. Daúd era dos años más joven que
Malik y tenía un temperamento soñador y bondadoso, estaba dotado también de una
gran curiosidad como su hermano mayor, pero no le interesaban las plantas y el
conocimiento de las enfermedades, a Daúd lo que realmente le gustaba era la
música, componer canciones y tañer el laúd que había aprendido a tocar de oído.
En las largas noches de invierno, al calor de la lumbre, Daúd pedía permiso a
su padre para sacar el viejo instrumento que fue de su abuelo y, con gran
cuidado, el muchacho rasgaba sus cuerdas para entonar alguna canción o recitar
los romances que la vieja Amina le había enseñado. Ibrahim también estaba
orgulloso de su segundo hijo, especialmente por su gran bondad, y daba gracias
a Allah por haberle bendecido con él.
El tercer hijo de Ibrahim se llamaba
Musa y fue bautizado en la pila parroquial de la iglesia de Albalate de Cinca
como Moisés, pues tal era la traducción de su nombre árabe. Musa era tres años
más joven que Daúd y, en aquella época, apenas había entrado en la
adolescencia, pero la naturaleza le había dotado con un cuerpo robusto que
hacía prever que se convertiría en todo un hombretón cuando fuera adulto. El
muchacho poseía un carácter impulsivo y un temperamento muy vivo, así como gran
habilidad para desarrollar trabajos manuales al igual que su padre. Siempre
estaba dispuesto a ayudar en la huerta y en la casa y lo que más le gustaba era
salir al campo para llevar a pastar a las cabras del corral. Musa crecía sano y
fuerte, de modo que Ibrahim también estaba orgulloso de su tercer hijo y daba
gracias a Allah por haberle bendecido con él.
Sin embargo, Dios no había bendecido a
Ibrahim con ninguna hija y esto era motivo de queja constante para su esposa
Fátima, que se lamentaba por ello a la menor oportunidad. Su mujer se había
encargado del agotador trabajo doméstico en solitario hasta que acogieron en
casa a la pobre Amina, una viuda a la que ya no le quedaba familia en el
pueblo. Amina no tenía más de 60 años, pero estaba envejecida a causa de la
dura vida que había llevado.
Era una mujer delgada, fibrosa y trabajadora a la que su pequeña cojera no le
impedía ir a lavar la ropa a la fuente, fregar los suelos y la loza, y ayudar
en la cocina a Fátima. Amina recibía buen trato en casa de los Mesa y no se
consideraba una simple criada, se ganaba su pan honradamente, gracias a la
generosidad del hermano Ibrahim, que la había acogido y la había salvado de la
indigencia. Ibrahim, como musulmán piadoso que era, solía recordar que el
Profeta Mahoma nunca había esquivado
ni despreciado la compañía de los necesitados y las viudas, por el
contrario, siempre había buscado la ocasión de ayudarles y a él le gustaba
observar esa misma conducta cuando podía. Los chicos estaban encariñados con Amina, especialmente Daúd,
porque aquella mujer representaba para ellos la abuela que no habían llegado a
tener.
La vida en Albalate de Cinca era tranquila
y apacible, el pueblo había sido construido en una encrucijada de caminos junto
al río que le daba su apellido; por el norte, el camino llevaba a Monzón, la
ciudad donde se reunían las cortes de Aragón desde la Edad Media; por el sur, siguiendo
el cauce del Cinca, a
Fraga y después a Lérida; por el este, a Binéfar en la comarca de la Litera y, por el oeste, cruzando
el río en la barca del pueblo, a
Alcolea de Cinca y Sariñena. El propio nombre de Albalate reflejaba este origen
viario, pues, cuando los
árabes llegaron allí y vieron la antigua calzada romana de piedra, lo llamaron Albalate que quiere decir “el camino
empedrado”. El paisaje de aquellas tierras no carecía de hermosura, el río
Cinca traía el agua desde las altas montañas del Pirineo y en primavera, tras
el deshielo de la nieve, pasaba junto al pueblo, ancho y majestuoso con sus aguas de color turquesa y sus crestas
de espuma blanca, para después ir a morir en el río Segre y, más
adelante, verter, junto a él, su caudal al gran río Ebro. El Cinca era, sin
duda, el alma de la próspera comarca agrícola que atravesaba pues sus aguas
fertilizaban todo el sur de la tierra de Huesca convirtiéndolo en un auténtico vergel. Para aprovechar mejor el caudal del río, aquellas gentes habían
construido, varios siglos atrás, una acequia al otro lado del pueblo. Los
campos de Albalate estaban sembrados de olivos nudosos y vides gruesas desde
tiempo inmemorial, pues, no en vano, los árabes habían llamado al río Cinca “el
río de los olivos”, pero gracias a la acequia, Albalate disfrutaba también del
producto de sus feraces huertas sembradas de hortalizas y toda clase de
frutales. Tan sólo el frio viento del norte, el temible cierzo aragonés, que soplaba
invariablemente tras la lluvia, era un frecuente motivo de desánimo y
preocupación para los habitantes de la comarca; el cierzo azotaba Albalate con
regularidad matemática haciendo que enfermaran sus moradores de calenturas y
que la población se diezmara. En algunas ocasiones, la violencia del viento era
tan extremada que llegaba a arrancar de cuajo las tejas de las casas y los
árboles de las huertas. Los moriscos de Albalate, como toda comunidad agrícola
cuyo sustento dependía de la tierra, se encomendaban a Dios frecuentemente para
que les librara de las catástrofes naturales y solían recitar determinadas plegarias colectivas, en las
que imploraban la protección contra el viento, las lluvias torrenciales, el
pedrisco, la tormenta, los rayos o la sequía.
Desde el Medievo, aquel lugar de Albalate
había sido un núcleo de población habitado por tres comunidades religiosas
distintas, que habían logrado convivir en paz: musulmanes, judíos y cristianos.
Sin embargo, desde la expulsión de los judíos en 1492, y tras la conversión
forzosa de los musulmanes aragoneses en 1526, Albalate ya sólo estaba poblada
por cristianos, aunque de dos tipos, unos, los llamados cristianos viejos y
otros, los que recibían el apelativo de cristianos nuevos o, simplemente, de
moriscos. Albalate no era una villa de realengo pues no estaba bajo la
autoridad directa del rey Felipe III, sino que pertenecía al señorío de un noble feudal, el barón
don Alonso de Espés casado con doña Ana María Martínez de Luna. El barón vivía
en la plaza mayor de la localidad, en una imponente casona adosada, por una de
sus esquinas, a un macizo torreón que le daba a la vivienda aspecto de
fortaleza medieval. El torreón,
con sus saeteras en el cuerpo bajo y sus ventanas con arquillos de medio punto
en el cuerpo superior, dominaba desde su altura toda la villa. Don
Alonso de Espés apreciaba a sus vasallos moriscos y procuraba que éstos no
fueran molestados por los cristianos viejos de la localidad, aunque, por
desgracia, no podía decirse lo mismo de sus dos hijos mayores, don Diego y don
Pablo, gandules y crueles por igual. Los moriscos, por el contrario, siempre
trabajadores y cumplidores en el pago de sus rentas, proporcionaban un tercio
de los ingresos de la modesta baronía que alegremente dilapidaban los hijos de
don Alonso.
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